Travel Report » Entradas » Leyenda de Oaxaca: El diablo de Cuilapan
Ene 20, 2016 Jesús Alonso ¿A DÓNDE VAS?, MÉXICO 0
Hoy en historias y leyendas de México y el mundo nos vamos hasta Cuilapam de Guerrero, Oaxaca, este macabro mito narra el pacto de un Fraile con el diablo para poder tener un lujoso templo.
Dicen que allá por la década de los setentas del siglo XVI, los dominicos del convento de Cuilapam, Oaxaca, carecían de un templo majestuoso como existían en otros lugares de la Nueva España. El que habían construido era muy sencillo; no correspondía con sus pretensiones religiosas ni a la ostentación que la casa de Dios debía tener para evangelizar a los indios. Había que construir algo más grande y bello, por esta razón, Fray Domingo de Aguinaga , el padre superior, pasaba días enteros orando porque el sueño de construir una iglesia más grande se volviera realidad.
Todo transcurría con normalidad en la vida de los monjes hasta que un día, para ser exactos, el 13 de septiembre de 1574 un personaje extraño visitó el convento. Cuando llegó la noche se manchaba de miles de destellos plateados y de una luna inmensamente luminosa. Llegó en un lujoso carruaje negro, con cortinillas de terciopelo negras y tirado por cuatro briosos y enormes caballos negros. El personaje alto de mirada de sangre y de barba acicalada que terminaba en una bien cuidada piocha puntiaguada, tenía porte aristocrático; vestía rigurosamente de negro, todo de negro. Los perros del convento ladraron desaforados cuando sintieron la presencia del extraño personaje. Uno de los monjes salió a abrir después de escuchar los fuertes toquidos sobre la puerta.
El hombre pidió hablar con el padre Prior, la pesada puerta se abrió y los perro que también vivían dentro del claustro sintieron que una sombra que caminaba junto al hombre les caía con un enorme fuerza sobre sus hocicos; después, asustados sólo aullaban lastimeramente. La entrevista duró varias horas, hasta el amanecer, las visitas se sucedieron una tras otra, siempre por las noches, eran noches donde a veces salían unas carcajadas de la celda del Prior y rebotaban en los muros de cantera del convento y se repetían en un eco tras otro. Los perros dejaron de ladrar ante la vista del personaje, sólo se echaban y gemían y sus ojos se alumbraban de miedo.
Una noche, más sombría que las anteriores, Fray Domingo ordenó a todos encerrarse en sus cuartos y no salir de ellos por ningún motivo. A las doce se escuchó la llegada de varios carruajes. El silencio de la noche desapareció y en su lugar se escucharon risas, gritos y blasfemias contra santos, frailes, vírgenes y el mismísimo señor de los Cielos. Los frailes, en su resguardo de cuatro encaladas paredes, y tomando escapularios en sus manos sudorosas, no podían dormir; aunque lo intentaran, las risotadas y maldiciones retumbaban en los anchos muros del convento y en los oídos de novicios y frailes.
Asomándose por las pequeñas ventanas, algunos alcanzaron a vislumbrar cientos de sombras que subían y bajaban, rodeando cada parte de la iglesia. Con una rapidez extraordinaria, las sombras elevaban y esculpían el templo por órdenes de aquel misterioso hombre que visitaba a Fray Domingo.
Los religiosos que no podrían conciliar el sueño, acompañaban a la noche con el retumbar de sus corazones que amenazaban con estallar o salirse de sus cuerpos. De pronto, cuando la construcción ya llegaba a la cúpula, cantó fuertemente un gallo en medio de la más cerrada oscuridad, y todo se suspendió de inmediato. Las sombras y el personaje que las movía desaparecieron. La construcción quedó incompleta.
Por la mañana los frailes vieron que un templo se había levantado por la noche, pero este estaba inconcluso. Corrieron desaforados a ver al Prior, pero este no respondió a sus preguntas ni a sus temores.
Tiempo después el Prior se enfermó gravemente y en trance de muerte, allá por el año de 1597, confesó “el personaje misterioso que habló conmigo ¡era el diablo!” Ofreció construir el templo deseado en una noche, a cambio de las almas de la congregación. El trabajo se haría antes de que cantara el gallo. Rechacé la propuesta –dijo- pero, dudando de sus poderes –agregó-, pensé que podía vencerlo. Preparé a un gallo que a una señal cantara. La señal era ponerle una gallina culeca. Decidí correr la terrible aventura.
Llegado el momento, el diablo actuó con tal rapidez que había que responder de la misma forma. Sí, como a eso de las cuatro de la mañana fui por la gallina culeca, la llevé junto al gallo quien al sentirla cerca, cantó alegre y yo también me alegré.
La obra quedó inconclusa y el diablo, al saberse engañado, todavía le alcanzó tiempo para perseguirme. Corrí, pero una de mis sandalias se me salió y mi cuerpo fue a dar al suelo con todo el peso de mis años. El diablo estaba ahí y me miraba con sus ojos rojos y malditos. Quería enterrarme sus afiladas uñas, pero mi escapulario bendito frente a su feo rostro lo hizo retroceder. Al ponerme de pie, le azoté la espalda. Todavía a veces sueño sus ojos inyectados de sangre y su aliento con olor a azufre.
Cuando fray Domingo de Aguiñaga murió, a los 86 años dicen que un olor a santidad impregnó el ambiente mortuorio. Muchos hermanos de su orden religiosa le quitaron pedazos de su hábito como reliquias. Y mientras los rezos acompañaban el cuerpo del fraile, algunos novicios aseguraron que por la noche veían una extraña sombra merodear por los techos y los grandes muros del convento.
No se pierdan la siguiente leyenda, donde les cuento las diferentes historias y relatos de cada rincón del mundo, porque leer también es viajar.
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