Travel Report » Entradas » Visita a la aldea troglodita
Jul 04, 2014 Jesús Alonso ¿A DÓNDE VAS? 0
Nadie pensaría que en estos tiempos existirían casas con este estilo, por eso se dice que es una aldea troglodita, pues las casas de piedra no es algo muy común en esta época. Conócelas a través de esta historia que nos cuentan en un artículo que me encontré en la red, te lo comparto.
Al día siguiente fui de visita a las casas en la roca de Kandovan, un pueblo situado a una hora de Tabriz al que los iraníes se refieren como su pequeña Capadoccia.
Para ello debía tomar dos savaris (taxis compartidos) dentro de Tabriz, un autobús a Oku (la ciudad más cercana a Kandovan) y una vez allí, buscarme la vida haciendo autostop o negociando un taxi que me llevase hasta el pueblo troglodita, lo que me saldría un poco más caro al ser ida, vuelta y espera solo para mí. Como los dos días anteriores básicamente no había tenido ningún gasto, no me importaba pagarlo.
Así que salí de la casa de Ehsan y, en el primero de los dos savaris que debía tomar para ir a la parada del autobús, se subió a mi lado un chico de unos treinta y tantos años (claramente vestido para ir a trabajar, con el portátil encima) que desde el instante en que me vio no pudo disimular las ganas que tenía que hablarme. El problema también se percibía a distancia: no hablaba nada de inglés.
Finalmente se atrevió. Decir que su inglés era malo es quedarse corto; apenas atinaba a recordar cuatro palabras sueltas (country, age, job, married). De aquella manera, y usando mucho el lenguaje de los gestos, conseguimos comunicarnos hasta él saber lo básico de mí (que viajaba sola y me dirigía a Kandovan), y yo lo básico de él (que era ingeniero civil y se dirigía a su trabajo). No nos dio tiempo a más porque llegamos a nuestra parada, y cuando saqué mi cartera para pagar él me indicó también con gestos que me invitaba (el precio de esos trayectos dentro de la ciudad es ridículo, 30 céntimos en este caso).
Tras darle las gracias quise despedirme de él, pero resultó (o eso interpreté yo en ese momento) que debía tomar el mismo savari que yo para ir a su trabajo, así que nos subimos en uno juntos. En el momento de pagar, otra vez, no me dejó ni sacar la cartera, y cuando bajamos del vehículo me dijo que le siguiera, que me llevaba a la parada del autobús. Tardamos un rato en dar con ella, y yo empecé a sentirme un poco mal, pensando que le estaba haciendo llegar tarde al trabajo. Insistí en que podía buscarla sola pero no se dio por enterado y, cuando por fin la encontramos, se subió conmigo en el autobús (que, por supuesto, tampoco me dejó pagar).
Yo no entendía nada. Intentaba preguntarle si su oficina estaba en Oku, pero él solo decía que no de una forma poco clara, de modo que tampoco a mí me quedaba claro si entendía mi pregunta. Varias veces le llamaron por teléfono, y por el tono me atrevería a decir que eran llamadas del trabajo, pero él solo daba cuatro explicaciones y colgaba como si no ocurriese nada. Comencé a olerme lo que estaba pasando, pero me parecía demasiado surrealista para ser verdad, así que resolví no darle vueltas y dejar que hablaran los acontecimientos.
Llegamos a Oku, y a estas alturas ya no es necesario decir que mi nuevo amigo se encargó de buscar y pagar el taxi hasta Kandovan;una maravilla geológica que, en esta ocasión, no es más que una excusa para contar este episodio (así que no esperéis información de un lugar del que, por otra parte, tampoco hay mucho que decir. Hay que verlo). Lo más incómodo de la situación era que, habiendo hablado ya de todo lo que podíamos hablar con el lamentable inglés que manejábamos, caminábamos juntos en silencio, lo que a mí se me hacía insoportable. Así que no se me ocurrió otra cosa preguntarle qué eran esas láminas como de membrillo que vendían en el mercadillo a los pies del pueblo. Y me las compró de todos los sabores.
Paseamos juntos por Kandovan, un lugar ciertamente alucinante al que parece que le hubiese dado una ventolera habiéndose quedado petrificado “en diagonal”, tanto las casas en la roca (todavía hoy habitadas) como el pueblo que ha crecido a su alrededor. Cada aldeano o familia de turistas iraníes que nos cruzábamos se dirigían a mi acompañante para preguntarle por mí, y él no podía responder más orgulloso que venía de España. Yo no abría la boca, solo me dejaba hacer fotos, muchas fotos, con unos y con otros.
Y así pasamos la mañana en esa aldea de fantasía rodeada por un oasis, hasta que (como no podía ser de otra manera) me invitó a comer para después emprender el camino de vuelta a Tabriz. El taxi directo hasta la ciudad corrió nuevamente por su cuenta, por más que yo, abrumada por tanta generosidad, insistí una y mil veces en que me dejase pagar por lo menos mi parte. Y no contento con ello, cuando nos bajamos y me despedí después de darle (poniendo todo el énfasis que pude en mis gestos) por enésima vez las gracias, dijo que no, que él me acompañaba hasta la casa de mis amigos para estar seguro de que llegaba bien.
Al final cedió, más que nada porque recibió una llamada de su mujer, que le estaba esperando. No perdió la oportunidad de invitarme a conocer a su familia, pero como mi autobús a Rasht salía pocas horas después tuve que decirle que no. Entonces fue él quién me dio las gracias a mí, con una sonrisa muy dulce, todo en un tono muy correcto, neutro, y casi sin palabras. Y como apareció, desapareció. Sin más.
No sé si el chico realmente tendría la obligación de ir a trabajar ese día, si será su propio jefe y le pareció más divertido mi plan, si hubiese hecho lo mismo con cualquier turista extranjero o fue conmigo por ser mujer y verme sola. Solo sé que algo así no me ha pasado en la vida. Otro ejemplo del carácter iraní, y de un nuevo concepto de hospitalidad y generosidad que apenas comenzaba a descubrir.
Vía: trajinandoporelmundo
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