Travel Report » Entradas » Visitando Casa Azul: el pedacito de cielo de Diego y Frida
Jun 21, 2016 Jesús Alonso ¿A DÓNDE VAS?, MÉXICO 0
“Pintada de azul, por fuera y por dentro, parece alojar un poco de cielo”, decía el poeta Carlos Pellicer al hablar de la Casa Azul de Frida Kahlo, en la calle de Londres 237 del barrio de Coyoacán en la Ciudad de México.
Esta peculiar casa siempre tuvo un espacio especial en el corazón de la artista, pues fue entre sus paredes que llegó al mundo, lo embelleció, y se despidió de él para no volver jamás.
Casa Azul, además, fue el centro de la vida de Frida Kahlo y Diego Rivera durante distintos periodos. Fue un espacio de diálogo, creación y adoración, y de algún modo, un altar dedicado al arte y la identidad mexicana. A lo largo de los años, la extraordinaria pareja se dedicó a convertir la casa en algo que iba mucho más allá que un hogar: un legado para el pueblo mexicano.
El recorrido de la casa, ahora convertida en museo, comienza por sus frondosos jardines, únicos en la belleza de sus cactus, sus jacarandas y sus Tepezcohuites. Aunque mucho más pequeño durante la infancia de Frida, la pareja decidió ampliarlo para dar asilo a León Trotsky, quien dejó su Rusia natal para huir de la persecución estalinista. Construyeron entonces un pequeño estudio y una simbólica pirámide, embellecida con algunas piezas de arte prehispánico de la colección de Diego Rivera.
La siguiente visita es a la habitación de Frida. En ella aún se encuentra el espejo sobre la cama que su madre mandó instalar tras el terrible accidente de tranvía que postró a la pintora en cama por nueve meses. Fue gracias a él que ella comenzó a pintar, y sobre todo, a pintarse a sí misma: “Porque estoy sola tan a menudo, y porque soy la persona que conozco mejor”.
El resto del cuarto está decorado con retratos de sus ídolos y el de su querido niñito muerto, que aunque no propio adoraba con todo su ser, antiguos frascos de medicinas, y sobre la cama, su magnífica mascara mortuoria, realizada por el escultor Ignacio Asúnsolo. La pieza central, sin embargo, es la urna en forma de sapo en la que reposan sus cenizas, una referencia a su amor por el arte prehispánico y su adoración por Diego, el que se autonombraba su “sapo-rana”.
Un dato interesante es que, tras la muerte de Frida, Diego pidió que no se abriera su armario por una cierta cantidad de años. Cuando finalmente se abrió, dentro de él se encontraron más de 300 vestidos y accesorios. Con todo y que su peculiar estilo de Tehuana es muy celebrado y conocido, poco se sabe de sus razones para elegirlo. Y es que sus largas faldas, además de recuperar sus raíces, tenían un sentido más práctico: ocultar sus discapacidades y defectos físicos. Pueden verse en la exposición temporal: “Las apariencias engañan: los vestidos de Frida Kahlo”, disponible hasta fin de año.
Continuamos hacia la cocina, que más que un espacio para cocinar, es un colorido mosaico de la herencia gastronómica mexicana, un espacio que recuerda a la comida de la abuela y a mamá cocinando quesadillas. En sus paredes cuelgan cucharas y cucharones de madera, mientras que en su fogón, cubierto por azulejos de Talavera, reposan dignas ollas y vasijas de barro junto a jarras pulqueras.
Fue allí donde Lupe Marín, la exesposa de Diego le enseñó a preparar mole, y donde se prepararon chiles en nogada para agasajar a pobres y ricos, amigos y enemigos, como André Breton, Clemente Orozco y Sergei Eisenstein.
Fue gracias a la magia de la cocina, que las pinturas de bodegones de su comedor fueron testigos de conversaciones entrañables; los manteles bordados pretextos para animadas sobremesas, y las tazas de barro vidriado de Michoacán, silenciosos guardianes de revolucionarias ideas.
Finalmente, llegamos a su luminoso estudio, diseñado por Juan O’Gorman en piedra volcánica, y en el que aún se mantienen sus libros anotados y dibujados, sus pinceles secos, su caballete – un regalo de Rockefeller-, y los recipientes de perfume y barniz en los que guardaba sus pinturas.
Citando una vez más a Pellicer, la Casa Azul era “la casa típica de la tranquilidad pueblerina, donde la buena mesa y el buen sueño le dan a uno la energía suficiente para vivir sin mayores sobresaltos y pacíficamente morir”.
El museo abre los martes de 10:00 a 17:45; los miércoles de 11:00 a 17:45 y de jueves a domingo de 10:00 a 17:45. La entrada general tiene un costo de $70 para visitantes nacionales.
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